
Y oía debajo de su cabeza un rumor dulce que la arrullaba como para adormecerla; era el rumor de la corriente. Se habían contado muchos cuentos. Yo ya soy grande. Después venía la historia de ella. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa». Pero él no podía venir, porque estaba matando moros.
En una sala de conferencias del área de Psicología de la Universidad de Sheffield, me conectaron a unos monitores diseñados para medir mi pulso, respiración, temperatura y conductancia de la badana mientras veía tres videos. Pie de foto, Nick Higham durante el ensayo. El tercero mostraba a un macho enseñando cómo hacer pasta, brusco y ruidoso; todo lo opuesto al gama discreto y ritmo lento de los videos diseñados para inducir orgasmos cerebrales. Pie de foto, Mientras veía los videos, medían cambios fisiológicos.
Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables. Pero el angelito, espantado, forcejeaba al acariciarlo la aporreado mujer decrépita, llenando la casa con sus aullidos. Una vela chica, temblorosa en el horizonte, imitadora, en su pequeñez y aislamiento, de mi edad irremediable, melodía monótona de la inquietud, todo eso que piensa por mí, o yo por ello -ya que en la grandeza de la circunloquio el yo presto se pierde-; piensa, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones. Tales pensamientos, no obstante, ya salgan de mí, ya surjan de las cosas, presto cobran demasiada intensidad. La energía en el placer crea malestar y sufrimiento positivo. Y ahora la bajura del cielo me consterna; me exaspera su limpidez.
En es brutalmente expulsado de ella por los tanques y soldados del recién creado estado de Israel. No abras este pecho porque te quemarían tantas brasas como buscan la precisión de una palabra donde apagarse. Eres una mujer y eres también un globo. El color de al-Badia y su frescura en los atardeceres. La burbujeo que acude hasta tus brazos para reposar un instante.